Muéstrame tu Gloria

05.07.2013 01:04

Ex. 33:18 “Él entonces dijo: Te ruego que me muestres tu gloria”.

Moisés, el hombre que cuando Dios lo llamó a su servicio quiso excusarse apelando a que era una persona tarda en su hablar y torpe. Ahora, después de caminar por la cúspide del monte de la consolación, la cima del Sinaí, y las encumbras alturas de la santidad de Dios, después de transitar por los más empinados pináculos de la prueba y recorrer las cumbres más elevadas de la manifestación del poder divino que hombre alguno hubiera conocido. Ahora le pide a Dios que le muestre Su Gloria.

En esas tremendas alturas que el Señor le llevó, lo pudo conocer como el Dios de toda consolación, el Dios de justicia, Dios Santo, Todopoderoso. Pero ahora quería conocerlo en Su Gloria.

Esta es la sana ambición que Dios desea ver en cada hijo suyo, que no nos conformemos con elevarnos a un metro, ni a un kilómetro; sino que anhelemos cada día elevarnos a esas vertiginosas alturas de Su presencia. Hasta donde está su trono de Gloria, donde aún los serafines se cubren ante el resplandor de Su Gloria y Santidad.

Alguno podrá estar pensando: “es que Moisés fue un siervo muy especial, yo estoy muy lejos de ser como él”. Eso es verdad, pero Moisés, al igual que Elías, fue solamente un hombre, con nuestras mismas debilidades.

Dice Dios en Su Palabra, en Is.57: 15 “Así dijo el Altísimo y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu”.

Esa altura no se alcanza escalando con nuestras propias fuerzas, muy por el contrario, debemos desprendernos de toda capacidad humana, de todo mérito personal, porque todo ello no es más que un lastre que nos impide remontarnos a esas alturas de su morada de gloria y santidad.

¿Quiénes son los que pueden llegar hasta allí? ¿Los superhéroes de la Biblia? Dice Dios en Is. 57: 15 “el quebrantado y humilde de espíritu”. El que se reconoce honesta y sinceramente como el más pequeño, tan insignificante como una partícula que el viento de la gracia divina pueda elevar hasta Su presencia.

Muchos son los que “dicen”  ser los más pequeños de todos, y gustan repetirlo en sus oraciones públicas. Pero la persona verdaderamente humilde no se coloca un cartel que diga: “Yo soy humilde, soy el más pequeño”. No necesita publicarlo, porque en el mismo instante que lo dice, ha proclamado su necedad.

La verdadera humildad no es la que se confiesa ante Dios, sino la que se  practica con los hermanos. ¿De qué podría servir orar a Dios diciendo que somos los más pequeños de todos, pero nos airamos rápidamente cuando alguien nos dice algo que no nos agrada? E interpelamos exaltadamente: ¿Cómo se atreve Ud. decirme algo así, a mí, que soy el más pequeño y humilde de todos?

Pero Moisés era realmente humilde de espíritu, no de labios. También era muy manso, dice el Señor que no hay otro hombre más manso que mi siervo Moisés en toda la tierra. Ese fue el secreto del éxito de Moisés que le permitió remontarse hasta esas alturas.

¿No había estado 40 días en la cámara íntima con su Dios? ¿No había visto el ardiente fuego que no se consumía? Si no hubiera conocido a Dios de una forma tan personal, no habría tenido el valor de pedir algo tan grandioso. Esa comunión íntima y diaria le hizo poderoso en la oración.

Si queremos tener nosotros una bendición parecida, debemos recorrer los mismos caminos que Moisés anduvo. Cuarenta días estuvo en la presencia de Dios en el Sinaí ¿Cuánto tiempo hemos destinado nosotros a la oración para buscar el rostro del Señor? Sólo así podremos remontarnos a las alturas, desplegando alas de confianza, y nuestros labios se abrirán más para agradecer y adorar, que para pedir.

La petición de Moisés comenzó en el vr.13 cuando dijo: “Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle gracia en tus ojos”. Pidió conocer el camino de Dios antes de orar ver Su Gloria. Moisés le había conocido como el fuego que no se consumía, como el que hacía temblar y humear el monte; pero ahora quería conocer Su Gloria.

Elías le había conocido en un grande y poderoso viento que rompía los montes, en un terremoto, en el fuego, pero luego aprendió que Dios se manifestó a él en un silbo apacible y delicado. Dice Dios en el Sl.46: 10 “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”.

Cuanta necesidad tenemos de apartar un tiempo para estar quietos en su presencia. Vivimos en medio de una sociedad de consumo que se mueve a una velocidad que nos arrastra en un torbellino, que nos envuelve y nos absorbe con compromisos laborales que cada día son mayores, para satisfacer y obtener los productos instantáneos y desechables que nos imponen como necesidad. Pero Dios nos dice: “Estad quietos y conoced que yo soy Dios”.

No hay nada más sorprendente que el sonido del silencio. Si estamos en el campo, podremos escuchar el viento, los árboles que resuenan con él, las aves que danzan en el cielo azul y se posan y sacuden sus alas con deleite y éxtasis. Todo está lleno de la bondad de Dios.

Pero muchas veces nos dejamos arrastrar por la vorágine de la vida moderna, destinando el tiempo que nos sobra para Dios, y solamente para buscar sus favores y no Su Gloria.  Sería más fácil atar los vientos con cadenas, que remontarnos hasta Su trono de Gloria, si no nos desprendemos de los lastres terrenales que nos han impuesto como necesidades.

El Señor nos dijo: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal”.

Otro gran siervo del Señor fue Abraham, y en el momento de su prueba máxima dijo: “Dios proveerá”. Sin embargo, algunos esperan que los hermanos le provean. Es triste escuchar aquellos que no saben decir como Abraham: “Dios proveerá”. Y no desaprovechan oportunidad para hacer notar a sus hermanos sus necesidades para obtener alguna ayuda por caridad. Ningún hijo de Dios debe mendigar, es Dios quien debe mover los corazones, no el hombre.

Cuánta necesidad tenemos de detenernos para contemplar Su Gloria. Oh Señor, concédeme la gracia de cautivarme y hacer un alto en mi vida para mirar en el libro de la vida, donde fue esculpido mi nombre con los clavos y la lanza que hirieron el cuerpo santo del Señor. Poder ver su agonía en la cruz del Calvario, su resurrección gloriosa, su ascensión a su trono de Gloria, su intersección cual Sumo Sacerdote. Oh Señor, muéstrame tú Gloria.

Cuando meditamos en Su Gloria, no podemos evitar elevar nuestros ojos hacia el firmamento y ver esa fuente poderosísima de energía que es el sol, que brilla con tal intensidad que su luz daña nuestros ojos cuando lo miramos directamente. Y qué diremos de ese anuncio que han hecho los hombres de ciencia, que dicen haber descubierto una estrella que es 40 millones de veces más grande que nuestro sol. Pero su esplendor es solo un hilo muy fino en el espléndido ropaje de Su Deidad, porque ni aún los cielos pueden contener Su Gloria. ¿Cuánto más nos dañaría en nuestra humanidad la presencia de Su Gloria?

El Señor le concedió solo en una muy pequeña medida la petición que le hiciera Moisés, porque en el vr. 20 le dijo: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre y vivirá”.

Hay bendición en lo que Dios nos concede, y también en lo que no nos otorga. Él conoce nuestras necesidades y limitaciones mejor que nosotros mismos. Aún al gran apóstol Pablo, cuando pidió tres veces por su sanidad, Dios le negó su ruego y le dijo: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”.

Hemos de aprender a dar gracias al Señor por todo lo que nos otorga, pero también por lo que no nos concede, porque detrás de su negación, siempre hay un propósito divino más allá de nuestra limitada comprensión.

Dios no es como muchos padres consentidores y mal enseñadores, que cuando el niño llora y grita, le conceden rápidamente lo que pide; porque el verdadero amor también disciplina. Se requiere más amor para decir que no, que para otorgar lo que no conviene. Dios al que ama corrige, y solamente nos da lo que en su concepto eterno estima que es bueno para nosotros.

Creo que nuestra primera necesidad es buscar Su rostro, conocer de Su Gloria, luego dar gracias por lo que ya hemos recibido. Pero el creyente carnal solamente fija sus ojos y su corazón en lo que no tiene, y se angustia por ello.

Que el Señor nos conceda más hambre por Su Palabra, más gozo en Su presencia, y un corazón más agradecido por todo lo que hemos recibido sin merecerlo, que no seamos llorones mal agradecidos. Dice en el salmo 100: 4 “Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanzas”.

Que así sea, Bendecidos...........